Día del Músico: Jesús de Monasterio, el camino hacia el virtuosismo

Estas últimas noches se ha improvisado en el teatro un concierto, con objeto de oír al virtuoso violinista Monasterio, el éxito fue brillante. He aquí como se expresa un periódico de esta capital: «El niño Jesús Monasterio es un prodigio de la naturaleza. Tocó ñas diferentes piezas anunciadas, con una soltura, una delicadeza, una maestría, en fin, que sorprendió a todos los espectadores. Lo estábamos viendo y aún dudábamos si era posible en una criatura de seis años, tanta perfección en un instrumento tan difícil […]. En una nación más celosa que la nuestra ese niño tendría una plaza en la capilla real y un sueldo suficiente para que su padre no tuviera que dedicarlo a otra cosa que a llegar al punto último de la perfección en su arte».
(La Iberia Literaria Musical, 1843)
En ocasiones es lícito empezar con una hipérbole: a los siete años, Jesús de Monasterio (1836-1903) era lo más parecido a Mozart que se había visto nunca en España. Por precocidad, pro virtuosismo y por ciertos paralelismos biográficos. Los periódicos de la época no tardaron en explotar la comparación. Monasterio, que a los ojos del público parecía incapaz de sostener un violín casi tan grande como él realizaba giras por los principales teatros de España y los entendidos no daban crédito: el muchacho tocaba con una naturalidad impropia de su edad y una técnica que la mayoría de los profesionales tardaban años en dominar.
Su fama creció tanto y tan rápido que en 1843 fue requerido en Madrid para tocar ante Isabel II. En el recital estaba presente el general Espartero, regente del reino. Espartero quedó tan impresionado que le concedió una pensión para continuar sus estudios y ordenó que le compraran el mejor violín que pudiera encontrarse. La pensión era más bien modesta y el violín era de segunda mano: había pertenecido al padre del futuro marido de la reina, el dique de Cádiz
Niño Prodigio
Todo había comenzado apenas dos años antes, en potes. El padre de Jesús de Monasterio era un juez retirado que tocaba el violín en sus ratos libres. Al niño le gustaba escuchar a escondidas. La escena fue reproducida una y otra vez en la prensa durante las siguientes décadas. En 1872, José María Esperanza y Sola la describía con ciertas licencias dramáticas en La Ilustración Española y Americana: «Una tarde, aún no había cumplido Monasterio cuatro años y medio, se hallaba el honrado juez cesante tocando una melodía tan sencilla como melancólica, cuando vio a su hijo sentado en un rincón del cuarto, en donde había entrado furtivamente, derramando abundantes lágrimas. -¿Por qué lloras, niño?-le preguntó-. -Lloro-contestó el chico-, porque esa música me hace llorar».
Ante semejante respuesta Jacinto Monasterio decidió enseñar a su hijo a tocar el violín. Dos días después el muchacho ya era capaz de interpretar valses. Cinco meses más tarde actuó por primera en público durante la romería de Aliezo, y poco después se subió al escenario del teatro de Potes. Las crónicas de esa actuación y de todas las posteriores insisten una y otra vez en la estupefacción general ante tanto talento precoz en escena.
Convencido de que tenía un diamante sin pulir en casa Jacinto de Monasterio se trasladó a Madrid con su hijo para que el niño pudiera continuar sus estudios. Fueron dos años intensos, de giras, teatros y clases de perfeccionamiento que convirtieron al muchacho en una celebridad entre los aficionados. Su carrera parecía imparable. Y entonces, la tragedia: en 1845 Jacinto de Monasterio murió de tal manera repentina dejando el futuro de su hijo en el aire.
El aprendizaje y el éxito
Jesús de Monasterio regresó a Potes con su madre, sus dos hermanas y su orfandad imprevista. La desaparición del padre dejó a la familia en una situación delicada y frenó la carrera del joven músico. Durante cinco años la mñusica perdió la pista del niño prodigio, hasta que en 1850 las gestiones de Basilio Montoya, tutor de Monasterio, le permitieron viajar a Bruselas para retomar sus estudios.
La madre de Monasterio, Isabel de Agüeros, escogió Bruselas sobre París porque consideraba que las condiciones morales de la capital belga eran mucho más higiénicas y adecuadas para un muchacho de trece años. También era más barato. Con el tiempo Bruselas se reveló como una elección acertada. En el conservatorio de la ciudad enseñaban dos de los compositores más influyentes de la época: François-Joseph Fétis, maestro de contrapunto, y Charles-Auguste de Bériot, de perfeccionamiento de violín.
En 1852, con dieciséis años, Monasterio obtuvo el Premio de Honor del Conservatorio. Poco después compuso su primera obra, titulada Nocturno, que dedicó a su madre. Volvió unos meses a España antes de embarcarse en una exitosa gira por Inglaterra y Escocia. Los críticos londinenses lo incluyeron entre los violinistas más importantes de su generación.
Llegó a recibir una oferta para establecerse como primer violín de cámara y director de los conciertos del Gran Duque de Sajonia-Weimar, pero Monasterio había decidido que su lugar era España, donde todo estaba por hacer en el terreno musical. En 1857 ingresó en la Orquesta de la Real Capilla y fue nombrado profesor de violín en el Conservatorio de Madrid. Conviene detenerse en la fecha. Tenía veintiún años.
Maestro de maestros
En la década de 1870 Jesús de Monasterio era una de las personalidades más influyentes de la música española. Se le consideraba, sin discusión, el violinista más importante del país junto a Pablo de Sarastre. Pero mientras este eligió el estrellato y las giras mundiales, Monasterio dedicó la mayor parte de su tiempo a la docencia ya la promoción de la música. Los más destacados violinistas españoles de finales del siglo XIX y comienzos del XX se formaron bajo su tutela. Y no solo violinistas. También tuvo en sus clases a violoncelistas como Pau Casals o Juan Ruiz Casaux.
Fuera de la enseñanza Monasterio fundó en 1863 la Sociedad de Cuartetos, que se convirtió en la puerta de entrada a España de la mejor música de cámara del romanticismo europeo. Entre 1869 y 1876 dirigió la Orquesta de la Sociedad de Conciertos, continuando la labor de Barbieri y Gaztambide. Aportó una mayor complejidad técnica a la orquesta, especialmente en la sección de cuerda, y programó a compositores tománticos y neoclásicos desconocidos hasta entonces en España.
Como compositor dejó medio centenar de obras que tuvieron gran acogida entre sus contemporáneos. Compuso música orquestal y música de cámara, obras religiosas y obras didácticas. Cuando estrenó su Scherzo fantástico, en 1868, Barbieri escribió: » Produjo viva sensación en el público, que hizo repetir la pieza, llamando al autor entre los más nutridos y prolongados aplausos».
El tiempo, no obstante, ha juzgado su obra de manera más severa. Mientras que su virtuosismo como intérprete nunca ha sido puesto en duda, sus trabajos compositivos han ido pasando a un discreto segundo plano con el paso delos años y las corrientes musicales. Hoy se recuerda, sobre todo, su Adiós a la Alhambra y su Fantasía original española, dos de sus primeras obras, compuestas en la década de 1850.
Su vida privada fue refractaria a escándalos y aventuras. Se casó en 1869 con Casilda de Rábago. Vivió la mayor parte de su vida adulta en Madrid, pero cada verano regresaba a la casa familiar de Potes para reencontrarse con la montaña y la infancia. Mantuvo una larga amistad con la escritora Concepción Arenal, que durante un tiempo se instaló en Potes y escribió la letra de una Salve compuesta por Monasterio.
Murió en Casar de Periedo, en 1903, a los sesenta y seis años. Se definía como un hombre nervioso que hablaba demasiado. Él mismo relató que durante la prueba de acceso al conservatorio de Bruselas, a los catorce años, fue incapaz de contener la tensión y se dirigió a Bériot para rogarle que le diera un veredicto: «Me admite en su clase o no? Si no me admite, ya estamos de más aquí».
En un cuestionario para la revista Blanco y Negro publicado en 1893 aseguró que su ocupación favorita era estudiar, que soñaba con no tener que escribir nunca cartas, que su color favorito era el blanco, que entre todos los animales prefería al perro, que sus escritores de cabecera eran Cervantes, Fray Luis de León y Concepción Arenal, y que no tenía ningún político favorito. A la pregunta «faltas que me inspiran más indulgencia», Jesús de Monasterio respondió: «Las que comenten los que están ciegamente enamorados».
Capítulo extraído del libro de Miguel Ángel Chica, ‘Por si una vida no es suficiente. Cántabros con historia’, una obra que recoge los momentos más significativos de la vida de cuarenta hombres y mujeres naturales de Cantabria o vinculados a la región.